miércoles, 23 de abril de 2008

Allá por los años 70 de la Antropología Mexicana


Rodolfo Stavenhagen, Margarita Nolasco, Arturo Warman, Gonzalo Aguirre Beltrán, Ángel Palerm, Salomón Nahmad, Alfonso Villarojas y Guillermo Bonfil.

Los pueblos indios y el nacionalismo mexicano


Andrés Fábregas Puig
Colegio de Jalisco

Hemos construido el país a partir del planteamiento de ser mestizos, portadores de una cultura nacional, en la que se apoya la solidez de la sociedad. Aun los pueblos indios -decía Aguirre Beltrán- son mestizos y portan un mayor número de rasgos mestizados que características de su pasado prehispánico. Con mayor precisión, dicho autor apuntaba que los pueblos indios eran comunidades mestizas hablantes de lenguas vernáculas. Los regímenes de gobierno surgidos de la revolución de 1910 heredaron el planteamiento de que para forjar una nación en el contexto de una sociedad de matriz colonial como la mexicana, era indispensable una política integrativa, homogeneizadora de la población en torno a un proyecto llamado México. Este aspecto es clave para comprender que la política indigenista es un diseño de Estado, puesto en práctica por los gobiernos sucesivos del país en busca de la modificación de las formas de sociedad y de cultura de los pueblos indios, de sus hábitos económicos, para hacerlos congruentes con los patrones del desarrollo concreto de México. Las luchas contracoloniales que han forjado la nación (y el movimiento de 1910 tuvo también su dosis anticolonialista) alimentaron el planteamiento de la necesaria homogeneización del país, e hicieron sinónimos integración y unicidad cultural.
Dadas las características de las disciplinas antropológicas, en ellas encontró el Estado nacional el instrumento para diseñar una acción de Estado hacia los pueblos indios, dentro de los parámetros del nacionalismo mexicano reformulado por el movimiento de 1910.1
Durante la presidencia del general Lázaro Cárdenas surgieron instituciones modeladas por los antropólogos (en su más amplia acepción) para poner en práctica la parte que les tocaba dentro de la política integrativa (de integrar la nación) diseñada por los estadistas de la Revolución mexicana. Esas instituciones son: el Instituto Nacional Indigenista (ini), el Instituto Nacional de Antropología e Historia (inah, hoy incorporado al Consejo Nacional para la Cultura y las Artes) y la Escuela Nacional de Antropología e Historia (enah, incorporada al inah). Una figura dominó en aquellos momentos la práctica de la antropología como programa de gobierno para integrar a los pueblos indios: Alfonso Caso, arqueólogo, historiador, etnólogo y político. Asumiendo los parámetros del nacionalismo mexicano reformulado por la revolución, Caso diseñó la antropología como instrumento del nuevo Estado nacional para conseguir la modificación sustancial de los pueblos indios que permitiera su inclusión en la, así llamada, sociedad nacional. La enah debería preparar a los antropólogos para ese propósito, que desarrollarían desde el ini. La etnohistoria y la arqueología estarían dedicadas al conocimiento del pasado prehispánico y a demostrar el mestizaje como hilo conductor de la historia mexicana. Pero, además, este esquema estuvo animado por la convicción de que el pasado colonial era parte del presente mexicano: allí estaban los pueblos indios. Para que ese pasado dejase de ser realidad había la necesidad de eliminarlo no sólo por degradante, sino por ser un estorbo para lograr la plenitud de la nación mexicana.
Gonzalo Aguirre Beltrán, sucedáneo de Caso, con la claridad característica de su pensamiento, escribió:

La evolución de México está determinada, en gran medida, por un pasado colonial que pone frente a frente a pueblos étnicos -los procedentes de la civilización occidental y los originarios de las altas culturas mesoamericanas- con desniveles muy pronunciados en cuanto a sus modos de producción: capitalistas los invasores, precapitalistas los invadidos sujetos a explotación. El desarrollo del país es desigual y en las regiones interculturales de refugio aún persisten formas coloniales de dominio que ni la revolución para la independencia, ni la Reforma, ni la popular de 1910 han podido eliminar: ello no obstante la redistribución agraria, el esparcimiento de la escolaridad rural y el progreso de los medios de información masiva. Los intereses locales que detenta la población ladina, económica y técnicamente más avanzada, están sostenidos por aparatos políticos regionales fuertemente estructurados, con un gran peso en la toma de decisiones a nivel estatal. Cuando el ini tiene en sus manos la implementación de la acción-investigación integral, en entidades como Chiapas, Hidalgo, Guerrero y otros más, sostiene enfrentamientos y graves contradicciones con gobernantes locales que contemplan las actividades realizadas entre los indígenas como disolventes. ¡Levantar a los indios -dicen los comarcanos "de razón"- es peligroso para la seguridad pública.2

He citado este párrafo por su importancia para entender la concepción nacionalista -y las características de ese nacionalismo- desde la que fue formulada la política indigenista. En ella se establece que los pueblos indios son remanentes coloniales, protagonistas de un desarrollo desigual en beneficio de estructuras políticas locales que usan para ello la superioridad económica y tecnológica que poseen. Así se daña el camino hacia un desarrollo igualitario con perspectiva nacional y se acrecienta el poder de los cacicazgos locales en serio detrimento de la unidad nacional. Como el atraso que los pueblos indios están sustentando en un "ambiente colonial" del que forman parte sus estructuras sociales, políticas y económicas, así como su cultura, el remedio en términos del interés nacional es transformar a los indios en una "población nacional", parte integral de la sociedad mayoritaria que forma México. Ese "ambiente colonial" característico de los pueblos indios es el resultado de tres siglos de régimen colonialista, tiempo suficiente para la creación de estructuras sociales y culturales que desaparecieron -según el planteamiento de Aguirre Beltrán- a las antiguas civilizaciones (como lo demuestra la arqueología, diría Caso) originales y dieron lugar a una categoría nueva, surgida de la relación colonial: los indios. Es contra esta categoría que pelea el indigenismo del Estado mexicano diseñado por los antropólogos. De nuevo, cito a Gonzalo Aguirre Beltrán:

Si algún indio rompió más tajantemente con su afiliación al grupo local, con las ideas, valores y prácticas de su comunidad de origen, ese indio fue Juárez, que puso todos sus esfuerzos, y el peso de su esclarecida inteligencia, al lado de los intereses nacionales; no ciertamente de los parroquiales. Juárez defendió la posición de la sociedad nacional respecto al trato que se debía dar a los grupos de población que no participaban plenamente en la vida nacional; no se puso del lado de las comunidades parroquiales, en una de las cuales había tenido membresía, para defender sus formas de vida tradicionales.

Renglones antes, Aguirre Beltrán advierte que "...es conveniente hacer notar que el indio Juárez [...] fue el procurador más eminente de una política que, en su época, representaba el pensamiento político más avanzado del mundo".3
Este párrafo es significativo no sólo por lo que dice, sino por el lugar y la fecha cuando se dijo: la cuna de Benito Juárez y en el Día Internacional del Indio. Está claro que el indigenismo en México nunca fue un planteamiento surgido de la mala fe hacia los pueblos indios, sino un resultado de la historia mexicana, del origen colonial de la nación. El propio Guillermo Bonfil, quien fue el crítico más lúcido del indigenismo, aceptó que indio es una categoría de la situación colonial.4 Sólo que a diferencia de Gonzalo Aguirre Beltrán, Bonfil no reconoció el proceso de mestizaje en los pueblos indios actuales; pensaba que en México aún vivían las antiguas civilizaciones mesoamericanas. Dejemos que el propio Bonfil nos lo explique:

El indio es producto de la instauración del régimen colonial. Antes de la invasión no había indios, sino pueblos particularmente identificados. La sociedad colonial, en cambio, descansó en una división tajante que oponía y distinguía dos polos irreductibles: los Españoles (colonizadores) y los Indios (colonizados). En ese esquema, las particularidades de cada uno de los pueblos sometidos pasan a un segundo término y pierden significación, porque la única distinción fundamental es la que se hace de todos ellos "los otros", es decir, los no españoles.5

La sociedad formada durante el régimen colonial estableció la dualidad entre "ellos" (los indios) y "nosotros" (los españoles), traducida en la actualidad en la contradictoria dicotomía indio/ladino, tan enraizada en entidades como Chiapas. La formación de la sociedad colonial se hizo compleja con el mestizaje y la llegada de africanos y afroantillanos. El México profundo del que habla Bonfil (cuya "capacidad de utopía" solía envidiar Gonzalo Aguirre Beltrán, según él mismo lo reconocía) es la civilización negada que sobrevivió en las comunidades indígenas y se sobrepuso al exterminio de sus intelectuales y sus líderes políticos y religiosos. Aquí una importante diferencia con el planteamiento de Aguirre Beltrán. En efecto, para éste el indio sobrevivió como categoría colonial, mestizado, transformado, y no como conjunto civilizatorio. Según los indigenistas, la Revolución mexicana de 1910 abrió la posibilidad de desaparecer al indio transformándolo en ciudadano completo de México. En la crítica formulada por Guillermo Bonfil se reconoce la existencia de una civilización, la mesoamericana, que como tal sobrevivió al régimen colonial, y es portadora de su propio proyecto, no está dispuesta a diluirse en el mestizaje y ha sido sistemáticamente negada por el "México epidérmico". En el planteamiento de Bonfil no sólo es posible, sino necesario, el renacimiento de la civilización mesoamericana, reconstruida a partir de las comunidades indígenas actuales, y su incorporación total a la sociedad mexicana que debe asumir su pluralidad civilizatoria. Me parece que existe una noción equivocada en este planteamiento que hace descansar el dilema de México en una supuesta confrontación entre Occidente y Mesoamérica. Después de trescientos años de régimen colonial y de un poco más de quinientos años de mestizaje, me parece más certera la visión de Aguirre Beltrán expresada en su crítica al México profundo. Dice:

No hay detención en el proceso de cambio, ni posibilidad de que el mestizo, indio desindianizado, retorne a ser indio; una vez que el proceso se establece necesariamente llega a su fin en la población o partes de la población involucradas y con independencia de que los indios guarecidos en regiones de refugio permanezca sin intervenir, o apenas haciéndolo, en la dinámica del proceso. Contra lo asentado por Bonfil, colocados en el extremo opuesto de su punto de mira, sería posible afirmar que en México no hay indios, porque los así llamados son mestizos hablantes de lenguas vernáculas; todos ellos están heridos por la imposición de una religión extraña, la judeo-cristiana, y por una economía capitalista que, de una manera u otra, imponen entre los indios formas occidentales de vida.6

Y sin embargo, los llamados pueblos indios están presentes y le han planteado un dilema complejo al Estado nacional y al nacionalismo mexicano. Incluso, Luis Villoro en un libro justamente celebrado como clásico, escribió:

...el indigenismo no puede abandonar la tarea de integrar las comunidades indígenas en un sistema social más amplio. El Instituto Indigenista siempre ha sido consciente de que no se puede sacrificar la posibilidad de adelanto de las minorías étnicas a la preservación de su singularidad; y al mismo tiempo, de que nadie tiene el derecho a sacrificar la identidad de un pueblo a un desarrollo impuesto desde afuera. Arduo, difícil, por generoso, es el dilema del indigenismo. Tal vez la síntesis sea imposible de alcanzar en pureza; pero permanece como ideal regulativo de un esfuerzo constante.7

El dilema indigenista es parte de la cultura mexicana, de la historia del país, desde sus albores en el régimen colonial, como lo muestra el ensayo del escritor chiapaneco fray Matías de Córdoba. Quizás es él el primer intelectual criollo en expresar con claridad el planteamiento integracionista.8
Afirmé que el indigenismo mexicano es un resultado de la historia del país. No constituye el único posible en relación con el propio nacionalismo mexicano. Se tornó en diseño de Estado no por ausencia de otras alternativas, sino porque fue percibido como el único posible para apoyar la construcción de la nación. Y ello sucedió así porque el liderazgo en la forja de México como país estuvo acaparado por los criollos que imaginaron un espacio nacional a su imagen y semejanza, como bien nos los demostró Luis Villoro en otro de sus grandes textos.9 En el proceso que llevó a la independencia se localizan los prolegómenos de una manera de pensar el país a la postre convertida en reflexión antropológica de los pueblos indios y al final, en diseño de política práctica del Estado nacional mexicano. El indigenismo es parte del nacionalismo mexicano, ampliamente difundido en América Latina e incluso concretado en una institución continental: el Instituto Indigenista Interamericano, que fijó su sede en la ciudad de México.
El concebir la nación como una comunidad de cultura fue uno de los principales soportes de la teoría integrativa. Quienes no pertenecieran a esa comunidad de cultura mayoritaria tenían que ser inducidos a pertenecer a ella. Los pueblos indios se ajustaban a esa definición toda vez que conservaban su lengua, además de ser conceptualizados como herencia colonial. El pensamiento criollo soslayó el hecho de que los pueblos indios pelearon por la nación en la revolución de independencia al lado de otros sectores de la población regionalmente diversos. La otra historia posible estaba -está- allí: México es una nación no por la vía de la comunidad de cultura, sino por formar una comunidad política contracolonial, hecha de la interrelación de regiones, dentro de un contexto pluricultural. Estoy de acuerdo con Bonfil -que en esto acertó- de que el error fundamental del indigenismo fue el punto de partida: suponer que el indio necesita ser integrado a la nación desde el Estado nacional, haciendo caso omiso de que los pueblos indios han sido parte sustancial de la comunidad política que posibilitó el surgimiento de la nación en México. El nacionalismo mexicano excluyó la variedad de la cultura como integradora de la nación porque vio en ella (y no pocos lo siguen concibiendo así) una fuerza desintegradora, una barrera, para construir la comunidad de cultura como única alternativa para el desarrollo nacional. En forma paradójica, el mismo indigenismo con su insistencia remarcó el pluralismo cultural y auxilió a fortalecer lo que quería debilitar: el sentimiento de indianidad. Hoy es posible demostrar que después de años de aplicación de la política indigenista integrativa no sólo no han disminuido los indios, sino que su población va en aumento.
De nuevo es Aguirre Beltrán quien con meridiana claridad expone las razones históricas asumidas por el indigenismo:

El indigenismo, definido afirmativamente, es a la vez ciencia e ideología. México, en el curso de su formación nacional, atraviesa por aguas tormentosas para integrarse como Estado-Nación, pasa por el caos de luchas intestinas y por la opresión de dictaduras criollas; sufre la pérdida de una porción de su territorialidad y soporta las agresiones de los imperialismos europeo y norteamericano. La amenaza sobre su soberanía está presente en todo momento de su pasado y, previsiblemente, de su devenir. El amago se exacerba en tiempos de crisis, cuando la solidaridad de las clases que componen su población y de las regiones que la constituyen se debilita. Para enfrentar la eventualidad el movimiento social de 1910 configura una ideología revolucionaria que gira en torno al concepto de nacionalismo y de sus derivados, la identidad y la simbología nacionales. El indigenismo es uno de los pilares importantes de este nacionalismo revolucionario que funda nuestros orígenes ancestrales en pueblos étnicos originalmente americanos y nos da coherencia y corporeidad como nación unívoca.10

La localización de otra historia posible que se expresa hoy con elocuencia, pero que fue percibida hace años por el pensamiento crítico, facilita la reformulación del nacionalismo mexicano y el reordenamiento de las relaciones entre Estado y sociedad en México, incluyendo, por supuesto, los pueblos indios. La barrera en la construcción de la nación no es la variedad de la cultura, sino la desigualdad social, que impide la consolidación de la solidaridad nacional. Si México es una comunidad política pluricultural, el espacio nacional debe abrirse a la variedad de la cultura y cerrarse a la desigualdad. El indigenismo con Aguirre Beltrán y el pensamiento crítico con Bonfil coincidieron en que el indio es una categoría de la sociedad colonial y su manifestación contemporánea una prueba de que las herencias coloniales aún no terminan de irse de nuestra historia. En congruencia, coincido en que debe desaparecer el indio como categoría de la situación colonial, pero debe darse paso a los pueblos concretos que forman parte de la comunidad política que es la nación: los mayas, los nahuas, los purépechas, los zoques, los mixtecos, los zapotecos, en suma, los pueblos y sus culturas componentes del país, junto con tantos otros que la variedad regional mexicana contiene, deben ser reconocidos como expresión y resultado de la historia mexicana, en una sociedad abierta a su propia pluralidad. Como lo expresó Ángel Palerm:

Evidentemente, los procesos de "formación nacional" no implican, por necesidad, el aniquilamiento de las "culturas regionales", como parece sostener Aguirre. Si lo que acabo de afirmar es cierto, se desploma por su base la necesidad de una política indigenista de destrucción del indio (por supuesto, me refiero a la destrucción de su identidad espiritual); de una política indigenista secular de asimilación y de aniquilamiento cultural. Todo ello ha sido, y sigue siendo, no sólo cruel, despiadado y atroz, sino además innecesario.11

Es decir: la antropología con sus varias disciplinas ha documentado ampliamente la variedad de la cultura en México, a grado tal que es difícil encontrar un parangón. Sería suficiente mencionar la colección Presencias, editada por el ini, basada en otra serie de memorables repercusiones, Antropología social, en la que están publicados los autores y estudios clásicos de la antropología mexicana. Esta variedad de la cultura está hoy en los primeros planos de importancia de la vida nacional y la antropología está cambiando las formas de análisis de esa realidad. Más aún, algunos años antes de 1994 y precisamente desde Chiapas, se señalaba la importancia decisiva de la irrupción de la pluralidad cultural en la vida de la sociedad mexicana.12 En suma, vivimos la reformulación de la nación y, por supuesto, del nacionalismo como resultado de la manifestación de las historias alternativas contenidas por la complejidad de las relaciones sociales que integran la sociedad mexicana. La cuestión de cómo integrar los pueblos indios -que además es un reclamo de ellos mismos- tiene una doble vertiente: por un lado, es necesario desindianizar a México o, si se prefiere, desterrar las condiciones sociales que han permitido la permanencia y continuidad del indio como una herencia colonial. No es con medidas de segregación como se superará esta herencia colonial, sino con la integración de la nación sobre bases distintas a las que hasta hoy han operado. La integración de la nación está contenida en una comunidad política abierta, tendente a la disolución de las relaciones patrón-cliente de las jerarquías caciquiles, para abrir la participación de todos en los asuntos del país. La pluralidad cultural es una característica realmente existente en México y desde esta perspectiva debe operar la reformulación del nacionalismo mexicano.
Apuntar la importancia de la cuestión regional en nuestros días no es ocioso y desde esa lógica debe concebirse la situación de los pueblos indios. Más todavía, es desde esa mirada la forma de entender mejor quiénes somos los mexicanos y por qué hemos llegado a ser lo que somos. Nacimos de un suceso que bien mirado fue terrible: la cercenación de destinos y culturas y a partir de allí, la redefinición de la sociedad y la cultura. Aquellos castellanos, soldados emergidos de las crisis ibéricas, ávidos de aventura y riqueza, no pensaron que al poner el pie en estas tierras estaban sembrando la semilla de la nación. En estos orígenes está una de nuestras claves: la conquista y el establecimiento del régimen colonial contextualizaron la convergencia política que posibilitó la construcción de México. Las diferencias regionales se fueron configurando conforme las bases culturales locales -muy variadas- se entrelazaban con las imposiciones del orden colonial, entre las principales la religión. De ahí los catolicismos populares que germinaron por todo el territorio nacional. Por eso la cultura nacional está constituida de convergencias regionales, mestizas y diferentes. Por eso también hemos de explorar con lupa nuestros rincones, porque son recipientes de múltiples procesos que al final formaron un todo diferenciado: México.
Si en el siglo xx el paso de lo rural a lo urbano es el eje explicativo de nuestro acontecer, en el próximo tiempo lo será la irrupción de las regiones, incluidos en ellas los pueblos indios. De un país centralizado pasaremos a otro, regionalizado, en donde el sostén de la nación seguirá siendo la comunidad política.
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Notas
1 Gonzalo Aguirre Beltrán, Lenguas vernáculas. Su uso y desuso en la enseñanza: la experiencia de México, Ediciones de la Casa Chata, 20, 1983.
2 Gonzalo Aguirre Beltrán, El pensar y el quehacer antropológico en México, Puebla, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 1994, p. 15.
3 Gonzalo Aguirre Beltrán, Obra polémica, edición de Ángel Palerm, México, fce (1976), 1992, pp. 22 y 23. Se trata del discurso pronunciado por Aguirre Beltrán en su calidad de director del Instituto Indigenista Interamericano, el Día Internacional del Indio, en 1967.
4 Guillermo Bonfil, "El concepto de indio en América. Una categoría de la situación colonial", en Anales de Antropología, vol. IX, México, unam, 1972.
5 Guillermo Bonfil, México profundo, México, sep/ciesas (1987), 1990, p. 122.
6 Gonzalo Aguirre Beltrán, El pensar y el quehacer..., p. 25.
7 Luis Villoro, Los grandes momentos del indigenismo en México, México, El Colegio de México, 1950, p. 129. (Existe otra edición en Ediciones de la Casa Chata, México, 1978.)
8 Es de difícil consulta el ensayo de fray Matías de Córdoba, que he señalado como precursor del pensamiento indigenista. Me refiero a: Utilidades de que todos los indios y ladinos se vistan y calcen a la española, y medios de conseguirlo sin violencia, coacción ni mandato (1797).
9 Luis Villoro, El proceso ideológico de la revolución de independencia, México, unam (1953), 1967. (Existe una cuarta edición publicada en 1984.) También su excelente ensayo "Las corrientes ideológicas en la época de la independencia" en En México, México, unam, 1963.
10 Gonzalo Aguirre Beltrán, El pensar y el quehacer..., p. 16.
11 Ángel Palerm, "Respuesta", en Anuario Indigenista, México, Instituto Indigenista Interamericano, diciembre de 1970, pp. 305-306.
12 Gabriel Ascencio Franco y Xóchitl Leyva, "Espacio y organización social en la selva lacandona", en Anuario 1990, Tuxtla Gutiérrez, Instituto Chiapaneco de Cultura, 1990, pp. 17-50; Andrés Fábregas Puig, "La plurirregionalidad de la frontera sur", en Universidad de México, vol. xlv, México, unam, 1990, pp. 9-15; J. R. González-Ponciano, "Frontera, ecología y soberanía nacional. La colonización de la franja fronteriza sur de Marqués de Comillas", en Anuario 1990, Tuxtla Gutiérrez, Instituto Chiapaneco de Cultura, 1990, pp. 50-84; Jesús Morales Bermúdez, "El Congreso Indígena de Chiapas: un testimonio", en Anuario 1991, Tuxtla Gutiérrez, Instituto Chiapaneco de Cultura, 1992, pp. 242-270.
Fotografía: "Fuereños" (Agustín Casasola 1910)

martes, 22 de abril de 2008

Silvia Suárez: textil con diseño

Esta firma, de diseños auténticos, representa y promueve la actividad de un grupo de artesanos del estado de Oaxaca en México. Su función ha sido la de intregar técnicas de diseño dentro de la elaboración artesanal, ampliando el ámbito textil y creando a su vez oportunidades de trabajo para quienes lo realizan.
Conjugando la indumentaria tradicional con diseños contemporáneos logra una propuesta alternativa para el mundo de la moda actual.


Anti - Indigenismo: Uriel García y la apuesta por el mestizaje


Si hubo alguien que precedió a José María Arguedas en su apuesta por el mestizaje, ese fue Uriel García, un sociólogo de la Universidad San Antonio Abad del Cusco que polemizó con Valcárcel y su Tempestad en los Andes, pero también con Mariátegui, con un libro titulado El nuevo indio. Ensayos indianistas sobre la sierra sur peruana; publicación en la que postuló la necesidad de un sincretismo innovador y auténtico en el que convergieran los aportes culturales del indio, el mestizo y el criollo y que se adelanta a la idea arguediana de un país con todas las sangres. Una propuesta abierta y heterogénea que contrasta con la univocidad étnica racial en la que Mariátegui y sobre todo Valcárcel volcaron todo el contenido de la nacionalidad peruana.

El indigenismo de Uriel García, lo decíamos antes, criticó el mesianismo étnico de Valcárcel encarnado en su idea de la raza para convertir al indio en una categoría cognitiva del espíritu y la cultura

Mientras “la raza” subsiste como sangre subsiste la tradición. En América la sangre es solo tradición. Pero cuando se acreciente como espíritu, como espíritu dominador de la sangre, avanzará la cultura. La sangre limita y separa; el espíritu unifica, funde, ondula el universo[1]

Advierte también Vargas Llosa que las características de los indios son variadas y que, para Uriel García, se encuentran grandemente influidas por la geografía. Este es un punto importante puesto que la herencia que la antropología reclama del Indigenismo está tanto o más emparentada con la geografía humana que con este movimiento artístico. Lo que Uriel García – dice Vargas Llosa – identifica en los indígenas esta capacidad para “absorber lo ajeno”, asimilarlo y proponer una versión sintetizada y original, un aporte que luego recogería y mejoraría Arguedas:


[…] el Incario fue solo un momento creativo en la larga historia de la Indignidad. Ahora está muerto. Su valor estriba en que puede convertirse en “fuerza impulsora de lo que se ha de crear otra vez”. En lugar de nostalgia por la historia utópica, Uriel García encara el presente indio con talante optimista. El arte indio de la colonia fue tan original como el de las épocas de Manco o Pachacútec. Las distintas razas forman parte del Perú y se equivocan quiénes actúan “como si los mestizos y los blancos no pudieran hacerse aborígenes o autóctonos […] y ser aun más indianos que los indios[2]

[1] El nuevo indio 2da edición. Cuzco. Rozas Sucesores Librería e Imprenta, 1937. Pg 6)
[2] Mario Vargas LLosa. La utopia arcaica. Pg. 77
Nota: La foto es "Músicos cuzqueños", de Martín Chambi

Una antropología apocalíptica de lo indio


En las críticas que lanza Valcárcel al Indigenismo “humanitario” de Dora Mayer y Clorinda Matto de Turner se ponen de manifiesto los extremos más suaves y duros de este movimiento social y artístico:

Pro – Indígena. Patronato, siempre el gesto del señor para el esclavo, siempre el aire protector en el semblante de quien domina cinco siglos. Nunca el gesto severo de justicia, nunca la palabra del hombre honrado, no vibraron jamás los truenos de bíblica indignación. Ni los pocos apóstoles que en tierras del Perú nacieron pronunciaron jamás la santa palabra regeneradora. En femeniles espasmos de compasión y piedad por el pobrecito indio oprimido transcurre la vida y pasan las generaciones. ¿No hay un alma viril que grite al indio ásperamente el sésamo salvador? Concluya de una vez por todas la literatura lacrimosa de los indigenistas[1]


La utopía indigenista cobra tintes que van incluso más allá de la revolución socialista que propugnó Mariátegui, un Apocalipsis racista hasta con los propios indios que cobra vida a partir del contrapunto de dos relatos en sendos capítulos de Tempestad en los Andes. El primero de ellos, “Sierra trágica” da cuenta de la resistencia cultural en las comunidades indígenas:

Se había sublevado la indiada. Su rebelión se reducía a negarse a trabajar para el terrateniente. Llegaron abultadísimas las noticias al Cusco y el Prefecto, alarmado, mandó cincuenta gendarmes a dominar la sublevación. Los indios se hallaban reunidos un domingo en la plazoleta del pueblo. Comían y bebían en común, recordando los pasados tiempos de sus banquetes al aire libre, presididos por el Inka o por el Kuraka. ¡Estaban reunidos! ¡conspiraban! Y sin más el jefe de la soldadesca ordenó fuego. Los indios no hueron. Tampoco se defendían, puesto que estaban inermes. Llovían las balas y comenzaron a caer pesadamente las primeras víctimas. Entonces, algo inesperado se produjo. La banda de músicos indios inició un k´aswa y hombres y mujeres agarrados de la mano comenzaron a danzar frenéticamente por sobre los heridos, por encima de los cadáveres y bajo las descargas de la fusilería. Danzó alocada la muchedumbre y el clamoreo ascendía cada vez más alto como la admonición de la sierra a todos los poderes cósmicos (Tempestad en los Andes, pg 64)

Es sobre la capacidad y la resistencia de los indios – una “raza cósmica” que opone cantos y bailes a las balas – que Valcárcel edifica su utopía apocalíptica:

La cultura bajará otra vez de los Andes. De las altas mesetas descendió la tribu primigenia a poblar planicies y valles […] de la humana nebulosa, casi antropopiteco, surgió el Inkario, otro iluminar que duró cinco siglos y habría alumbrado cinco más sin la atilana invasión de Pizarro […] No ha de ser una resurrección del Inkario con todas sus exteriores pompas […] No adoraremos siquiera al sol, supremo benefactor. Habremos olvidado para siempre los khipus […] La Raza, en el nuevo ciclo que se avecina, reaparecerá esplendente nimbada por sus eternos valores […] Los hombres de la Nueva Edad habrán enriquecido su acervo con las conquistas de la ciencia occidental y la sabiduría de los maestros de Oriente. El instrumento y la herramienta, la máquina, el libro y el arma nos darán el dominio de la naturaleza; la filosofía […] hará penetrarse nuestra mirada en el mundo del espíritu […] Se cumple el avatar: nuestra raza se apresta al mañana. Puntitos de luz en la tiniebla cerebral anuncian el advenimiento de la Inteligencia en la actual agregación subhumana de los viejos keswas (Tempestad en los Andes, pg 23 – 25)


[1] Tempestad en los Andes. Biblioteca Amauta. 1927. Lima. Pg 26
Nota: La fotografía es "Jinetes sobre la nieve" de Martín Chambi

El andinismo como impronta de la nacionalidad peruana


Luis Valcárcel comienza Tempestad en los Andes con una frase de Gonzáles Prada: “no forman el verdadero Perú los criollos, descendientes de la colonia” sino “las muchedumbres de indios diseminados” por toda la cordillera. Es así como comienza a postular que en el Perú coexisten dos nacionalidades, una, “la de los vencidos, rota, maltrecha, sin conciencia colectiva” y la otra “la de los vencedores, la de los hombres blancos, unimismados en la labor de enriquecimiento personal”. Ambas nacionalidades se encuentran sintetizadas en dos ciudades paradigmáticas, el Cusco y Lima:

El Cusco y Lima son, por la naturelza de las cosas, dos focos opuestos de la nacionalidad. El Cusco representa a la cultura madre, la heredera de los inkas milenarios. Lima es el anhelo de adaptación a la cultura europea. Y es que el Cusco preexistía cuando llegó el conquistador y Lima fue creada por él ex nihilo[1]

Así vistas, es la “la sierra la nacionalidad”, lo que significa que mientras los Andes se encuentren bajo el domino limeño el Perú vivirá “fuera de si, extraño a su ser íntimo y verdadero” (Tempestad en los Andes, Pg 120), por lo que exclama:

¡El Perú es indio! Precisan cuantos siglos para darse cuenta de este hecho primordial. Ha sido necesaria una evolución profunda en el pensamiento para que haya quien se atreva a proclamarlo así (Tempestad en los Andes, Pg 116).

Fue en este sentido, el de construir una nueva capital para el país en el Cusco, que Valcárcel crea en 1926 el Grupo Resurgimiento. En él participaron brevemente Uriel García, Mariátegui y el Manuel “el Cachorro” Seoane como representante del APRA. Pero la actividad del grupúsculo fue bastante limitada y no tardó en disolverse. Es elocuente sin embargo, lo que nos dice acerca del significado que cobraron los Andes y el Tahuantinsuyo para los indigenistas: un sueño mojado, un proyecto imaginario firmemente encarnado en las posibilidades fisiológicas y sociales de las comunidades del Ande y que se repite en muchas de las facetas con las que el Perú se presenta al exterior y de la que no escapa la etnografía.


[1] Tempestad en los Andes. Ed. Universo. Lima 1972. Pg. 118
Nota: La fotografía es "Amanecer en la Plaza de Armas del Cuzco" (1925) de Martín Chambi

lunes, 21 de abril de 2008

El indigenismo marxista de Mariátegui.


Salazar Bondy acierta al postular que el marxismo de Mariátegui no era filosófico (académico) sino una praxis, un método de interpretación de la realidad y la historia que lejos del fundamentalismo cientificista, estaba abierto a incorporar los cambios en las condiciones históricas, espirituales y materiales que le coadyuvaran a realizarse como utopía. Por eso, cuando Vargas Llosa dice que Mariátegui “oye retumbar el trueno de Karl Marx” en la inminente tempestad que Valcárcel anuncia, yerra crasamente. La ficción, esta habilidad del lenguaje para crear mitos, que es de dónde nace y a donde regresa recreada la tendencia humana hacia la religión, es una característica de la vida en sociedad que Vargas Llosa parece conceder únicamente a quienes tienen el privilegio de ser escritores. Lo que Mariátegui identifica en Valcárcel como terreno común en el que se reconoce no es el marxismo sino la cercanía con el Mito, con el Nietzsche más revolucionario:

La fe en el resurgimiento indígena – dice en su prólogo a Tempestad en los Andes – no proviene de un proceso de “occidentalización” matrial de la tierra quechua. No es la civilización, no es el alfabeto del blanco lo que levanta el alma del indio. Es el mito, es la idea de la revolución socialista. La esperanza indígena es absolutamente revolucionaria. El mismo mito, la misma idea, son agentes decisivos en el despertar de otros viejos pueblos” (Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. Librería Editorial Minerva. Biblioteca Amauta. 1970. Lima. Pp 35)

Influido por sus lecturas de Sorel, Mariátegui se acerca al espiritualismo de Bergson y, partir de allí, a la transvaloración de los valores nietzscheana. Lo que Mariátegui propone no es solo una revolución económica sino una transubstanción mítica que permitiera la realización de una utopía, una revolución también cultural que reconfigurarse a un nuevo hombre indígena.

La moralidad socialista en Mariátegui pasó por devolver una humanidad – en tanto plenitud vital y creadora – a los indios, a una “nueva civilización” que no podía surgir “de un triste y humillado mundo de ilotas sin más título ni más aptitud que los de su ilotismo y su miseria”. Lejos de haberse contaminado de la “sensualidad supersticiosa” y el “primitivismo” de los negros (que no estaban en “condiciones de contribuir a la creación de una cultura, sino más bien de estorbarla con el crudo y viviente influjo de su barbarie”[1], e impedidos, por la distancia lingüística que separaba a los peruanos de los chinos, de aprovechar su “disciplina moral”, su “tradición cultural y filosófica” y su “habilidad de agricultor y artesano”; los indios aun bajo la opresión del feudalismo de los hacendados había logrado conservar sus costumbres y tradiciones autóctonas y eran pues los llamados a formar una esta nueva nacionalidad:

La sociedad indígena puede mostrarse más o menos primitiva o retardada; pero es un tipo orgánico de sociedad y de cultura. Y la experiencia de los pueblos de oriente, el Japón, Turquía, la misma China, nos han probado como una sociedad autóctona, aun después de un largo colapso, puede encontrar por sus propios pasos y en muy poco tiempo, la vía de la civilización moderna y traducir, a su propia lengua, las lecciones de los pueblos de occidente. (El alma matinal y otras estaciones del hombre de hoy. Editorial Minerva. 1985, pg. 342)



Así, el indigenismo de Mariátegui no pasó solo por devolver la propiedad de la tierra a los indios, sino también por devolverles su dignidad a través de una ética socialista que se “forma en la lucha de clases librada con ánimo heroico, con voluntad apasionada”.



[1] El alma matinal y otras estaciones del hombre de hoy. Editorial Minerva. 1985. Lima, Pg. 342


Nota: La imagen es del fotógrafo mexicano Manuel Álvarez Bravo (1931): "Obrero en huelga asesinado"